¿Cuánto cuesta ser “moderno”?

Aún está relativamente de moda la reflexión intelectual sobre el progreso, en parte gracias a la divulgación exitosa de Matt Ridley (“El optimista racional”) o Steven Pinker (“Los ángeles que llevamos dentro”). Por la ley de rendimientos decrecientes, cada nuevo artículo o post señalando estos progresos junto con bonitos gráficos tiene menos interés. Quizás porque ya estamos de acuerdo en que somos menos violentos que en la edad media o que la expectativa de vida general ha aumentado. Ya sabemos todo esto, pero ¿cuáles son los costos?

No me refiero a lo que sigue estando mal debido a eso que llaman, pretendiendo hablar en nombre del interés de la humanidad, como el “largo camino que aún nos queda por recorrer”, sino a costos derivados específicamente de estos progresos. Algo así como la “dialéctica del progreso”. Una de las cosas que más me interesa criticar en este blog es precisamente el progresismo absoluto, es decir, la idea de que existen progresos absolutos libres de costos y la negativa o reticencia aguda a evaluarlos.

Los costos del progreso humano habrían comenzado, según paleoantropólogos como Robert Bednarik (The origins of human modernity, 2011), en el mismo momento en que nuestros antepasados pasaron de una naturaleza “robusta” a una más “grácil” característica de los llamados modernos. La “neotenización” y “gracilización” de los humanos del pleistoceno crearon al homínido de más éxito del planeta, pero pagando el alto precio de una mayor susceptibilidad a enfermedades neurodegenerativas y genéticas poco conocidas en nuestros linajes. Una enfermedad tan terrible y extendida como el Alzheimer, por ejemplo, proviene probablemente de la inhabilidad para renovar neuronas en cerebros inusualmente grandes.

Otros costos son, desde luego, más recientes y fluctuantes. Sin pretender ser exhaustivo, los hombres progresistas occidentales del 2013 padecen más autismo, depresión, esquizofrenia o trastorno bipolar que en ningún otro momento histórico, y nuestras costumbres pacificadas son compatibles recientemente con que cada vez menos hombres sean padres y con que se dispare la desigualdad reproductiva y familiar, una consecuencia directa de la “revolución sexual” de los años sesenta. En general, también podríamos ser menos aptos, notablemente más decrépitos y probablemente menos inteligentes que las generaciones anteriores. No hay progresos absolutos.

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