Debates entre creyentes y escépticos

Un debate entre un arzobispo y un científico todavía puede resultar intrigante en España, donde los ateos públicos en realidad no abundan, y aún menos los científicos de primera fila dispuestos a exponerse en una abierta defensa de la razón. Esta situación contrasta con las costumbres del mundo angloparlante, donde los científicos sí sobresalen corrientemente en la comunicación y divulgación (Carl Sagan, Stephen Hawking, Stephen Jay Gould...). Las discusiones públicas entre creyentes y escépticos, empezando por el debate (también en Oxford) entre Huxley y el obispo Wilberforce en 1860, cristalizan de hecho en una tradición ininterrumpida. En el blog Common Sense Atheism es posible encontrar hoy enlaces a más de 600 debates públicos entre ateos y teístas anglosajones sólo en los últimos años.

Así pues, el último debate entre el arzobispo de Canterbury y Richard Dawkins no es nada excepcional.

Quizás la diferencia entre nosotros y ellos radica en la cultura religiosa. Desde el primer concilio de Ilíberis celebrado en España, a inicios del siglo IV, la unidad de la cultura española se basa en la exclusión de la heterodoxia. Este concilio ilibiretano excluye de la comunión a los apóstatas, les aparta de la eucaristía, y sobre todo prohibe el matrimonio con gentiles, herejes y judíos “porque no puede haber sociedad entre el fiel y el infiel”.

Hasta alcanzar la libertad religiosa, formalmente reconocida por las constituciones liberales del siglo XIX, lo cristiano es delatar al apóstata, no comunicar con él ni mucho menos ponerse a debatir sobre metafísica. Desde luego, restricciones parecidas se encuentran tanto en países protestantes como en católicos. Pero no olvidemos que todavía en 1821 se edita en España el Manual de inquisidores de Eymeric para uso de clérigos, y no como mera curiosidad erudita.

Sea como fuere, los debates públicos entre creyentes y escépticos son claramente una victoria de la secularización sobre la teocracia, y de la tolerancia sobre las tradicionales guerras teológicas.

Esto no implica que la defensa pública de una visión abiertamente naturalista sea fácil, ni siquiera en las naciones más liberales.

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